1
Creo que una parte de nosotros permanece en algunos de los lugares por los que hemos pasado y en ciertas personas a las que vamos conociendo. Algo de mí se quedó aquel día en esa calle, cuando lancé un último vistazo a mi alrededor mientras el taxista colocaba mi equipaje en el maletero de su Škoda blanco. Sí, una parte de mí estará para siempre en aquel suspiro antes de entrar en el coche, en ese trayecto hasta la estación de tren que entonces me pareció interminable. Recuerdo que intenté grabar en mi mente cada imagen, cada detalle de los edificios y de las aceras. Era curioso, pensé, que aquellas personas que se movían en las calles siguiendo su rutina continuarían con sus vidas mientras yo me precipitaba hacia lo desconocido. Tratando de ser fuerte y de no llorar, inspiraba el aire yodado por la ventanilla, el aire de Fuenterrabía, lugar al que sabía que no volvería.
Suponía que, si no hubiera tomado las decisiones que había ido escogiendo a lo largo de mi corta existencia, jamás habría llegado al punto en el que estaba entonces. A pesar de todas las circunstancias y los infortunios con los que me había topado, siempre conseguía salir adelante. Es verdad que en ese camino había sufrido alegrías y penurias. Había dejado gente atrás. Algunos tal vez ya me hubiesen olvidado, pero estaba segura de que aún conocería a personas que formarían parte de mi paso por este mundo.
—¿Aquí va bien? —preguntó el taxista, lo que me sacó de mis pensamientos.
—Sí. ¿Cuánto le debo?
—Son treinta y siete euros —dijo mirando el taxímetro.
Rebusqué en mi bandolera de tela azul hasta dar con la cartera, y le tendí dos billetes de veinte euros. Esperé a que me diera los tres euros de vuelta y salí al mismo tiempo que él. Nos dirigimos a la parte posterior del coche. Me sentía algo torpe mientras el taxista sacaba mis dos maletas y la bolsa de deporte, que depositó en el suelo. El golpe del maletero al cerrarse hizo que el nudo en mi garganta me dejase tomar una bocanada de aire, como si necesitara absorber la escena que estaba viviendo. Más recuerdos. Me colgué la bolsa en el lado opuesto a mi bandolera y agarré una maleta con cada mano, caminando con dificultad hasta la doble puerta enmarcada por un gran cartel con el nombre de la estación de Irún, la más cercana al pueblo del que me marchaba. Una vez dentro, miré la pantalla de llegadas y solté mis maletas para poder sacar del bolso el billete de tren. Estaba tan nerviosa que comprobé la fecha y la hora una vez más.
Al subir al tren, fue un alivio no tener un compañero de viaje en el asiento contiguo. Necesitaba llorar en silencio. No sé cuánto rato permanecí así, pero en algún momento me quedé dormida y, al despertar, un hombre se había sentado a mi lado, con auriculares y un libro forrado en papel marrón. Tenía la sensación de llevar años en ese tren. Volví a tragar saliva, esperando que el nudo de mi garganta desapareciera, pero seguía como en las últimas horas. Suspiré y decidí imitar al otro pasajero sacando yo también un libro de mi bandolera. Los amigos de papel son los únicos que consiguen calmarme y aliviar mi dolor, haciendo que me sumerja en páginas de aventuras y mundos creados a base de tinta.
—Señores viajeros, próxima parada: Madrid, estación de Atocha. Renfe les agradece la confianza depositada en nosotros para realizar su viaje…
Desconecté mi mente y no escuché el resto del mensaje después de saber que estaba llegando a mi destino. Tenía miedo. Tenía mucho miedo, pero supongo que es el sentimiento normal ante lo desconocido.
Cuando el tren entró en la estación, volví a colocarme la bandolera y cogí mis maletas, andando, arrastrando los pies, sintiéndome como un caracol por los andenes hacia la salida. No sabía si sería el cansancio acumulado, el viaje, las emociones de los últimos días o el conjunto de todo eso lo que hacía que me costara un esfuerzo supremo seguir hacia delante. Tenía la sensación de que en cualquier momento se abriría un boquete en el suelo y la Tierra me tragaría. En parte, deseaba que ocurriese y así poder terminar rápido. Estaba cansada de todo, y para ser más específica, del último año de mi vida, que había devorado todas mis esperanzas, se había tragado mis sueños y había destruido todo lo que encontraba a su paso de forma violenta y dolorosa hasta dejarme a la deriva. Como si un tiburón hubiera atacado con sus afiladas fauces una humilde barca de madera y se hubiera obcecado con ella hasta reducirla a unas cuantas virutas. Pero una parte de mí me decía que siguiera adelante, que no podía rendirme, y que esto solo era otra piedra en el camino. Aunque a mí más bien me parecía una montaña cuya cima no veía.
Atocha resultó increíblemente grande. No me la imaginaba así para nada. Me quedé parada en medio de un pasillo con tiendas, viendo cómo cientos de personas, de todas las clases y edades, pasaban a mi lado, ajenas a todo. Un aroma a bollería recién horneada consiguió que mi estómago rugiera, recordándome que llevaba más de un día sin comer. Reemprendí la marcha siguiendo aquel olor, sintiéndome como un sabueso, hasta dar con una cafetería con taburetes altos. Un sitio sencillo, moderno y de paso. Una camarera con el pelo negro, recogido en un moño, sacó de un horno unas napolitanas, y se me hizo la boca agua. Aturdida y con la bolsa y la bandolera colgando, tomé asiento en uno de esos taburetes de color rojo, y coloqué mis maletas al lado. La camarera se giró y me dedicó una preciosa sonrisa pintada con esmero en un escarlata mate. Me sorprendió lo guapa que era, con esa tez pálida, lisa y perfecta. Se acercó mientras yo sentía cómo sus ojos, rasgados y perfilados en negro, me observaban con interés. No estaba acostumbrada a las facciones asiáticas, pero ella me pareció especialmente agraciada.
—¿Qué te pongo?
—Una de esas napolitanas, por favor —dije, sin importarme el relleno que tuvieran y señalando la bandeja que acababa de sacar.
—¿Algo para beber?
—Un vaso de leche templada. Grande.
Pedí algo que me gustaba tomar de pequeña antes de ir a dormir, cuando era feliz y sin duda las cosas parecían mucho más sencillas. Enseguida la camarera regresó con la napolitana en un plato, un cuchillo y un tenedor. Lo dejó delante de mí y se volvió hacia la cafetera profesional, donde calentó la leche en una jarra. Mientras yo la miraba, corté un trozo de la napolitana y me lo llevé a la boca. Estaba deliciosa. Era de jamón y queso. No sé si fue por el tiempo que llevaba sin comer o por el cansancio, pero me pareció la mejor napolitana que había probado jamás.
—Aquí tienes. —Me sirvió el vaso de leche y volvió a mirarme—. ¿Quieres azúcar, miel o algo para acompañarlo? Tenemos ColaCao.
—No, gracias, así está bien.
Devoré el resto de mi napolitana en tiempo récord y la camarera puso delante de mí un trozo de tarta de chocolate.
—Invita la casa.
Nos miramos la una a la otra. Ella parecía incómoda por su ofrecimiento y yo estaba confusa al recibir aquel gesto de amabilidad.
—¿Por qué? —me atreví a preguntar con un hilo de voz.
—Pareces necesitarlo. —Se encogió de hombros—. Además, nadie me había pedido nunca un vaso tan grande de leche sola. Creo que algo de chocolate es un buen acompañamiento. —Intentó quitarle hierro al asunto.
—Gracias —dije mostrando una sonrisa por primera vez en muchos meses.
Ella se giró a atender a un cliente que acababa de llegar, pero regresó antes de que me terminase el trozo de tarta.
—¿Está rica?
—Tenías razón. Creo que la necesitaba.
Se mostró satisfecha con mi respuesta.
—El chocolate siempre es buena idea. Hace una semana me dejó mi novio, y me habría gustado que alguien me hubiera ofrecido un pedazo de tarta. —Suspiró—. Llevábamos juntos seis meses, y ese cabrón me puso los cuernos con mi prima. La dejó embarazada, ¿te lo puedes creer? —añadió alzando con delicadeza sus cejas perfiladas.
—Oh… Vaya. —Fruncí el entrecejo—. Ha debido de ser horrible.
—¿Y a ti qué te han hecho? —Se cruzó de brazos esperando a que yo hablase.
Su pregunta me incomodó un poco. No la conocía de nada, aunque parecía agradable.
—Perdona, no debería haberte preguntado —se excusó al ver que no contestaba.
—Mi abuela ha muerto después de pasar por un cáncer durante casi un año. Me he quedado sin un sitio donde vivir, porque ella era la única familia que tenía. He venido a Madrid, no sé muy bien por qué… Bueno, sí. Porque en Fuenterrabía no tenía trabajo, no quería sufrir la compasión de los demás y ya no me quedaba nada.
Me sorprendió sentirme mejor después de soltar aquello. La miré. Estaba boquiabierta, paralizada.
—Lo… lo siento —susurró.
—Son cosas que pasan. —Sonreí amargamente y pinché un nuevo trozo de tarta con el tenedor.
—¿Dónde está Fuenterrabía?
—En el País Vasco. Justo en la frontera con Francia.
—¿Y eres de allí?
—Sí, bueno…, en realidad yo nací en Hendaya, que está al lado, así que a efectos legales soy francesa, aunque no recuerdo nada de mi vida allí.
—Te entiendo. Yo nací en China, pero cuando tenía un año mis padres vinieron a España. Así que técnicamente soy china, pero en realidad soy igual de española que todos estos —dijo haciendo un ademán con la mano en dirección a la gente que pasaba por delante del local.
Me gustó esa chica. Parecía simpática y, sin duda, con su gesto, demostró que tenía un buen corazón. Volví a sonreír antes de llevarme otro trozo de tarta a la boca.
—¿Y conoces a alguien en Madrid? —me preguntó. Yo negué con la cabeza—. ¿Has encontrado ya trabajo?
—No. —Dudé antes de continuar, pero me lancé a seguir hablando—: Ni siquiera tengo piso. Me alojaré en un hostal hasta que encuentre algo.
—¿Cuántos años tienes? —Achinó aún más sus ojos marrones.
—Diecinueve.
—Eres muy joven —comentó—. Y muy valiente.
—No seré mucho más joven que tú.
—Las asiáticas solemos parecer más jóvenes, o eso dicen, pero tengo ya veintitrés. —Sonrió, observando cómo tomaba el último trozo de tarta antes de continuar—: ¿Qué tal es tu inglés?
—¿Me preguntas por mis idiomas? —Me confundió el giro de la conversación.
—Verás, algunas noches trabajo en un bar de copas y mi jefe está buscando otra camarera. Sería para los jueves, viernes, sábados y alguna que otra noche víspera de festivo. Sé que no es mucho, pero se gana bastante bien y los guiris suelen dejar buenas propinas.
—¿Harías eso por mí? —Me tembló la voz—. Ni siquiera me conoces.
—Bueno, te estoy preguntando por tu inglés.
—Hablo un inglés fluido, y también francés —me apresuré a responder—. En el instituto nunca bajé del notable alto en ninguna de las dos asignaturas.
—Lo imaginaba, tienes pinta de empollona, y además eres muy mona. —De su delantal sacó una libreta con un bolígrafo pinzado en la espiral. Anotó algo y arrancó la hoja—. Este es mi número de teléfono —dijo dándome el papel—. Me llamo Anna. —Sonrió antes de echar un vistazo hacia el otro extremo de la barra, donde ya había dos clientes esperando—. Tengo que seguir atendiendo, pero llámame, ¿vale?
—Muchísimas gracias —respondí emocionada, observando cómo se alejaba.
7 años después…
¿Quieres seguir leyendo? Visita el apartado NOVELAS de esta web.
Además, no te pierdas la playlist del libro:
https://open.spotify.com/playlist/6fmhqdFBHz7qsDByr9y2p5?si=4XXK7KEdT1ScJMSJ_da80Q