La verdad es que no tenía claro a dónde me dirigiría, pero de momento, Barcelona me parecía un buen comienzo.
La noche antes de emprender el viaje no podía creer lo que estaba haciendo y ahora, una parte de mí sabía que andaba por la estación de Sants, pero la otra se hallaba como en un universo paralelo. Como si no estuviera en una ciudad nueva para mí, como si fuera ajena a ese gran descubrimiento que suponía el visitar un lugar desconocido.
Agarro mi mochila, tirando bien de las tiras que hacen que se adapte mejor a mi espalda, y emprendo mi marcha por aquellas calles llenas de historia y olor a verano. Quería ver la estatua de Colón, el mar, las Ramblas… ¡Deseaba verlo todo! Ansiaba sentir y dejarme llevar hasta donde mis pies quisieran.
Cuando llego al paseo de Lluís Companys, me siento fascinada por la gente que pasea ajena a mí, sumida en sus pensamientos y conversaciones. Me fijo en los niños correteando por el jardín, en una chica con pintas de artista alternativa subida a un patinete eléctrico con el que va esquivando gente y en un hombre que está en el centro de toda la multitud haciendo pompas de jabón gigantescas sin cesar.
La luz del sol las golpeaba y daba la sensación de que fueran a romperse en cualquier instante, pero a pesar de su aspecto frágil y hermoso, ellas resistían, subiendo cada vez más, queriendo alcanzar el cielo y haciendo del camino algo bello, mágico y especial. Quise ser como aquellas pompas de jabón. Quería ascender y superarlo todo. Ser fuerte a pesar de lo frágil que me veían y que yo misma me había sentido.
Al levantar la cabeza para seguirlas, no puedo evitar apreciar lo espléndido que es ese arco del triunfo rojizo con el que me encuentro y que culmina el otro lado del paseo. Me atraen las figuras aladas que lo presiden desde lo más alto, bordeando su fachada, mientras parece que me miran, transmitiéndome una sensación que no sé describir, pero que me dice que estoy tomando el camino correcto.